Era noviembre. Sí, era un frio día aquel. Cuatro chicas con
más capas de ropa de lo normal corrían hacia la estación de tren mientras reían
recordando alguna que otra estupidez. Sí, no paraban de reír. Sacaron los
billetes y esperaron en el andén durante unos minutos mientras charlaban. Ariadna,
una de las chicas, agraciada de cara y simpática de expresión, adornaba su
cabeza con un enorme moño un tanto desordenado y su cara, con una extensa
sonrisa. Miraba de un lado para otro, como si buscase algo, alejándose más y
más de la conversación. Aunque claro, eso no era nada extraño en ella, solía
tener la cabeza en mil partes y en
ninguna a la vez. Entre tanto, las chicas seguían hablando y hablando. Julia,
la más menuda de las cuatro, se quejaba de la tardanza del tren, pero con un
tono irónico que hacía que hasta resultase divertido. Sí, ella siempre decía
las cosas de tal manera que provocara alguna risilla, inconscientemente, claro.
Era una gracia natural que ella tenía. Era una chica un tanto peculiar. Pecosa
de cara, a causa de tomar el sol, rubia y con los ojos verdes. Pero no un verde
normal, un verde especial. Sí, especial. Especial como ella. Julia y Ariadna
eran amigas desde pequeñas y se querían mucho, como del suelo al cielo, aunque
jamás lo decían en voz alta. Solían hacer mil tonterías sin que nadie lo
entendiera, era una amistad extraña la suya. Y tal vez esta extrañez era
precisamente lo que la hacía tan duradera y esencial en sus vidas. Por otro
lado estaban Elena y Ágata. Elena era una paranoica nata, enrojecía con mucha
facilidad, solo con hablar de ella paf, su cara se volvía roja como un tomate.
Definitivamente, era la más tímida de las cuatro, motivo de más para que
resultase perfectamente achuchable. Y Ágata. Ella era una chica diferente. Sí,
creo que no encontraría alguien mínimamente parecida a ella ni aunque la
buscara día y noche durante mil millones de vidas. Tenía un toque bipolar un
poco molesto para algunos, aunque para
los que la conocían resultaba incluso adorable. Las cuatro se conocían de
siempre, habían compartido momentos de todo tipo juntas y, por lo que tenían
pensado, aun les quedaban otros tantos. Por el momento se limitaban a esperar
el tren que les llevaría a Murcia, con el objetivo de pasar una tarde diferente
por allí. Adoraban esa ciudad.
—Pasajeros con destino
a Murcia, suban al tren.
Las cuatro subieron veloces al tren, dispuestas a pasar la
tarde en Murcia. Algo diferente a Orihuela, quizás mejor. No, mejor a secas. Entre
risas tomaron asiento. Todas las personas del andén subieron en manada,
esperando encontrar un sitio en el que sentarse para no pasar el camino en pie.
Ese tren a esas horas y hacia ese destino era muy agobiante.
Es curioso como en un tren se unen tantas personas, tan
diferentes, en tan poco espacio. Por delante de ellas pasaron ancianos
acompañados por sus nietos, adolescentes con botellas llenas de ignorancia,
parejas enamoradas y parejas que no tanto, grupos de jóvenes tal vez demasiado escandalosos, algún extranjero
algo desorientado, madres cargadas de carricoches y preocupaciones…unos que
vienen, otros que van; algunos con ganas
de comerse el mundo, otros con ganas de que el mundo les coma a ellos. A Elena
le fascinaba observarlos e imaginarse qué pasaba por sus mentes, qué vida
escondían tras esa apariencia, qué circunstancias vivirían…A veces, entre
ellas, lo comentaban. Ágata solía tener ocurrencias bastante graciosas acerca
de lo que por sus mentes podía pasar, etcétera, lo cual resultaba motivo de más para que las cuatro soltaran
más de una carcajada. Ariadna, sin embargo, esta vez no estaba prestando
atención a lo que hablaban, se dedicaba a mirar a través del cristal, sin
pensar en nada concreto tal vez y tarareando alguna canción, siempre lo hacía. Fue entonces, justo entonces cuando, en una
fracción de segundo el mundo se paró. Nadie lo notó, pero el mundo se paró por
completo. Tanta gente que pasaba, tantos comentarios que se mezclaban entre
ellos, tanto ruido, tanto movimiento y, de repente… Una conexión, una explosión
sorda, un cortocircuito. Los latidos de Ariadna podían escucharse en todo el
vagón. Ese chico era pura dinamita.
Ella, completamente hipnotizada, clavando su mirada en un único
objetivo: Él.
Había entrado al vagón entre risas, y lo había cambiado
todo. Ella sintió la loca y desesperada necesidad de formar parte de él, sin
tan siquiera conocerlo, de esa mirada, de esos ojos, que parecían de
ciencia-ficción, en los que se había sumergido durante esa fracción de segundo.
Sintió el impulso de decirle algo, tal vez de tropezárselo
por casualidad. Era inútil, él ni siquiera la había visto. Una más de cien.
Ariadna lo siguió con la mirada hasta que él se sentó en el vagón
siguiente. Piel morena, a juego con su
pelo del color de la más bonita noche. Porte serio, pero derrochaba sonrisas. Y
no sonrisas cualesquiera, las sonrisas más preciosas que jamás ella había
visto. Sus ojos, capaces de hechizar a cualquiera que se pusiera por delante. Y
su boca, el paraíso hecho carne.
− ¿Habéis visto que ojazos tiene ese chico?
Solo pudo decir eso. Julia esbozó una sonrisa y asintió. Elena y
Ágata también estaban de acuerdo. Con una diferencia, a ellas se les olvidó
nada más salir del tren, Ariadna tenía clavada esa mirada en la mente y no
pretendía borrarla de su memoria.
Al resto de personas, ese tren solo las llevó hasta Murcia, a Ariadna, sin embargo, la había llevado mucho más lejos.