Miradas

jueves, 12 de diciembre de 2013

Puntos sobre blanco

El invierno ha llegado a mil por hora a las plantas de mis pies. Un poco más lento al resto de mi cuerpo.
Si ya escuché en la radio que no se piensa bien con los pies fríos, peor se siente con el corazón helado. Y, en mi caso, ya no siento mucho más que el paso de día a noche, de noche a día y...de nuevo noche.
Y ya no me escucha ni el cielo, que siempre me regalaba un par de estrellas por deseo. Ni me responden mis manos cuando intento crear algo, ni siquiera mis ojos me hacen caso: a veces se ríen por mi, otras de mi y otras con el mundo, que cada día anda más loco y con menos rumbo.
No os mentiría si no os contara todo lo que no siento. No os mentiría si no dijera que ya no siento mucho de casi nada. Os mentiría, sin embargo, si os convenciera de que echo de menos hacerlo.
Pues he aprendido a vivir de memorias. De esas noches encerrada leyendo viviendo libros que me llenaban, al menos hasta la mitad, y entonces ya no veía el vaso; pues yo era el vaso. Y estaba medio lleno, y tenía medía sonrisa en la cara, de repente.
¿Cómo he podido dejar de escuchar el escándalo que hacía mi estómago y la bandada que aleteaba dentro cada vez que te miraba? Mis ojos no han cambiado, tú...no has cambiado, ni siquiera ha cambiado la forma en la que te miro. Será el invierno.
Será que al besarte, se me coló el Polo Norte que llevas en tus besos y que ahora atengo el corazón lleno de escarcha y los labios mordidos por estas semanas de siete domingos cada siete días, y veinticuatro tres de la madrugada cada veinticuatro horas. No sé si sobreviviré sin tus abrazos congelados aunque, te diré una cosa, tampoco quiero comprobarlo.
Y ahora prescindo de paraguas,  de chimeneas, del café caliente, de las mantas.
Pero no de palabras. Pero no de ti. Pero no de ti en formato palabra. Debería estar loca para prescindir de las cosas que me abrigan, ¿no?
Porque he encontrado el modo de emborracharme, de colocarme, de tocar con la yema de los dedos el punto dionisíaco del que tanto hablaba Nietzsche. Y sin un solo litro, sin un solo gramo, ni nada que pueda expresarse en una medida que no sea la de tus labios.

Y ahora me siento, con las manos mojadas y el aliento vacío, a esperar a que llegue un invierno en el que llueva más y se llore menos. Un invierno con más blanco y menos gris. Y ese tipo de cosas que hacen que distingamos entre la palabra Invierno y la palabra invierno.

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