Miradas

domingo, 27 de septiembre de 2015

Síndrome de Estocolmo

Un piano sonando solo en medio de una sala vacía.
El suelo es de mármol, igual que las paredes, 
impecablemente frías,
patéticamente lisas.

Las teclas suben y bajan,
siguiendo un compás perfectamente medido,
describiendo una melodía insoportablemente perfecta.

El corazón del artista se va congelando a medida que avanza la partitura.
Sus pies ya son casi parte del suelo,
y sus manos no pueden separarse de ese instrumento casi vivo
que se ha convertido en una jaula preciosa.

Detener su percusión,
salir de la sala,
eso sería un crimen.
Sería un despiadado asesinato al sonido más divino de la historia.
Sería una traición a su perpetuo secuestrador.

El pianista le da la vida a aquello que le quita la libertad.
Pero esa melodía es suya.
Él es esa melodía.
Y su vida ya se ha convertido en una espiral dominada por un esperpento.
La más divina música salida de sus manos.
La libertad negada por hacer sonar a la belleza.
El más calculado Síndrome de Estocolmo.

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