Desperté
un día que llovía. Creo que fue el destino y esa manía de la vida de suavizar
las cosas de vez en cuando. Al principio solo vi sombras, escalas de grises y
personas tan indistinguibles que formaban una especie de feo paisaje móvil. Las
veía moverse como a trompicones, siempre en grupo y muy deprisa. Escuchaba sus
voces, y no era música, sino ruido. Se compenetraban a la perfección para
distorsionar el mundo. Parecía como si en mi ausencia hubiesen planeado su
autodestrucción.
Después
dejó de llover. Después el viento. Después la niebla. Después el frío. Después
el golpe. Después la ausencia. Después la claridad. Después la realidad.
Después el miedo. Después la vida. Después grité, y deseé morir cuando supe con
certeza que acababa de nacer.
Desperté
de un golpe. Y sonó a vacío. Salió el sol, y la humanidad sacó sus sombrillas,
paraguas, sombreros y demás artilugios mientras yo lloraba y el mundo me abría
sus mugrientos brazos. Bienvenida.
Todo
era blanco, rectilíneo y artificial. La naturaleza nunca ha sido suficiente
para las personas ambiciosas. Habían levantado muros, derribado bosques para
crear paradójicos hogares. Habían matado vida para invertir en basura.
Intercambiaban papeles y piezas metálicas continuamente y vivían por y para ello.
Ofrecer ayuda se había convertido en un negocio y el verbo Tener se había
puesto por encima del paradigmático Ser.
Nadie se daba cuenta porque todos
seguían una especie de cadena que ‘nadie’ había empezado.
Desperté
sin querer hacerlo. La ignorancia es el sueño más bonito y ahora lo añoro.